domingo, 31 de agosto de 2014

Lucia di Lammermoor - Acto III

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Estamos ahora en un salón en la Torre del Risco del Lobo, que viene a ser la casa familiar de Edgardo, que no podía vivir en Villa Maripili, claro. Todo está manga por hombro, y se ve a la legua que la ruina se ha abatido sobre la familia como una siniestra ave carroñera sobre el cadáver de algún adorable cervatillo. O cabritillo. Para acabar de animar la cosa, hay una tormenta que no se la salta un tenor, y de hecho, vemos a Edgardo, que está retorciéndose las manos y poniendo caras de protagonista de ópera al pensar en los terribles acontecimientos de la noche, cuando, entre los zambombazos que da la orquesta para simular la tormenta, le parece oír un caballo que se acerca, lo que implica que un caballero se acerca con él, claro.
Y el caballero es Enrico, que no ha tenido otra cosa mejor que hacer con la que está cayendo que presentarse en casa de su mortal enemigo solo para chincharle diciéndole que Lucia está felicísima en el tálamo nupcial con su flamante maridito nuevo. 

Esto a Edgardo le sienta como un tiro, claro, y a partir de ahí empiezan los dos a amenazarse de muerte, Edgardo para vengar la ofensa que Enrico hizo a su familia cargándose a su padre, que no le falta algo de razón a la criatura, y Enrico por la ofensa que Edgardo le hizo a la suya presentándose en la ceremonia nupcial sin ser invitado y sin llevar ni una triste cajita de bombones Nestlé, que tampoco son maneras. Total, que están en un caserón abandonado, en una noche de tormenta, jurando matarse el uno al otro, y en vez de hacerlo allí mismo como sería de esperar, quedan para matarse al día siguiente, con lo que al memo de Enrico le va a tocar hacer el camino de vuelta otra vez hasta su casa a través de la tormenta. Menos práctico no se puede ser, desde luego. 

Edgardo y Enrico, justo antes de empezar a llamarse de todo.

Volvemos ahora al castillo, donde aún sigue la francachela tras la boda, que también, después del episodio con Edgardo, ganas son de celebrar nada, pero ya se sabe que a un coro de ópera le va la marcha más que a un cerdo un charco, y ahí están todos, venga a celebrar y a celebrar. Pero poco les dura la cuasi orgiástica alegría, porque entra Raimondo, el capellán, y los manda callar a todos de un chistazo. Les cuenta, horrorizado, que escuchó un lamento en la alcoba nupcial y que no era la voz de Lucia, así que entró y se encontró con un cuadro terrorífico: Arturo yacía ensangrentado en el suelo mientras Lucia sujetaba entre sus manos la espada con la que acababa de cargárselo. Y para remate, nunca mejor dicho, la pobrecilla había perdido completamente la razón. Un día cualquiera en Escocia, vamos. 

Enrico, Lucia y Edgardo, ensayando la escena de la locura.

Aparece entonces Lucia, que efectivamente, tiene pinta de estar más allá que acá. Pero es preciso que hagamos un esfuerzo por entender a la pobrecilla. En primer lugar, si ha matado a Arturo no ha sido porque pensase que su vida con él iba a ser un infierno lejos de su amado Edgardo, al que había jurado amor eterno. No es que se sintiera muy feliz con la idea, pero las chicas escocesas son fuertes como rocas y seguro que se hubiera acostumbrado y habría acabado por parirle una docena de churumbeles pelirrojos y con kilt. Pero es que al muy soso no se le ocurrió, nada más entrar en la cámara nupcial, mencionar, como quien no quiere la cosa, que recientemente había probado un whisky irlandés que no estaba nada mal. Y por ahí Lucia sí que no estaba dispuesta a pasar, así que de inmediato procedió a quitarle la espada y a clavársela en casi toda su anatomía, hasta asegurarse de que estaba mucho más muerto de lo que le convendría estar a un hombre en su noche de bodas. Y si ha enloquecido es porque Lucia tiene un problema de fondo que no ha sido suficientemente estudiado por la crítica ni por el marido de la crítica, y es que, acabáramos, a ella el que le gusta es Puccini, y lo que le pide el cuerpo es cantar un Babbino caro, o un Vissi d'arte, pero claro, sabe que le ha tocado Donizetti, así que va a tener que pasarse veinte minutos haciendo gorgoritos, que tampoco tiene ella cuerpo justo después de cargarse al marido. Pero claro, siendo una heroína belcantista, pues es lo que toca y hay que aguantarse. Así que se lanza de cabeza, y durante un buen rato ve visiones, habla con Edgardo, que ni está ni se le espera, recuerda el juramento que se hicieron, aprovecha para criticar el peinado de alguna de las damas presentes así como la higiene personal de bastantes de los caballeros, confunde a su hermanito, que llega en plan bobo, con su maridito, que ya es confundir, llora, grita, y, en resumen, toda la escena es una especie de súplica silenciosa porque se inventen de una vez los ansiolíticos, que hasta la fecha son la mejor cura para los delirios románticos. Por fin, exhausta, la pobre desventurada se desploma en los recios brazos de Alisa, que se la lleva junto con otras damas.

Lucia, lo que se dice fatal de lo suyo

Cambiamos de escena y vemos ahora a Edgardo, que ha salido de casa para dirigirse al duelo que ha concertado con Enrico, y que va por el camino diciendo que está desesperado de la vida, vida que sin Lucia no tiene sentido. Además, él está convencido de que la chica está retozando con su recién estrenado esposo, con lo que la desesperación ya le llega hasta el peluquín, y está decidido a dejarse matar por Enrico, como única manera de dejar de sufrir. En estas anda el mozo cuando, de repente, se cruza con una procesión que viene del castillo de Lucia, lamentando la triste suerte de la muchacha. Enrico les interroga, horrorizado, y ellos, es decir, el coro, le dicen que lloran por Lucia, le cuentan lo de la locura, y le dicen que se ha vuelto loca por él y que probablemente no llegue viva al final del día. Él, entonces, les pregunta que si ella está viva todavía qué hacen ellos de procesión y a dónde puñetas van, que una procesión es para tomársela un poquito más en serio. Pero los del coro le ignoran y siguen procesionando como locos.

Los del coro, sobradísimos.

Edgardo se dirige al castillo, decidido a ver a su amada por última vez, pero cuando va a entrar se encuentra con Raimondo, que le dice que la muchacha está en el cielo. Al rapaz no le suena el nombre de ese pub, y le pregunta si está en las Midlands, y Raimondo tiene que explicarle que la chica está fallecida, cadáver, fiambre, vamos. Esto Edgardo se lo toma fatal, naturalmente, y decide que si Lucia está en el cielo, él no va a ser menos, y que allí podrán encontrarse y ser felices para siempre. Así que, antes de que nadie pueda hacer nada para impedírselo, o después, que lo mismo da, porque allí mucho cantar, mucho cantar, pero a la hora de la acción, nada de nada, desenvaina su daga y la hunde en su corazón. Todo el coro se horroriza muchísimo, y mientras cae Edgardo cae también el telón.

Edgardo, despidiéndose de este mundo cruel.

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