El tercer acto de Rigoletto empieza,
aunque no se lo crean ustedes, con personajes de ópera diciendo (bueno,
cantando) insensateces, que es algo que jamás se ha visto en una ópera y
provoca el más profundo de los estupores en cualquier persona de bien que (casi
siempre por accidente y en contra de su voluntad) se vea expuesta a las
andanzas del bufón y su saladísima chiquilla. Porque son ellos los que aparecen
en escena manteniendo un diálogo de besugos o de soprano y barítono, valga la
redundancia. Para resumirlo, la chica con nombre de banderilla sigue enamorada
hasta las trancas del duque, y su papuchi (el de la chica, no el del duque)
está hasta la chepa de la criaturita y quiere convencerla de que el duque es
más malo que el sebo. Y para ello lleva a su hija nada menos que a la casa de
Sparafucile, el emprendedor aquel al que habíamos visto en actos anteriores
publicitándose para asesinatos y secuestros como quien anuncia que cuida niños
por horas.