viernes, 20 de enero de 2017

Rigoletto - Acto I / Escena I

La ópera comienza en el palacio del duque de Mantua, en el que se está celebrando una fiesta de temática maximalista / minimalista: la lista de invitados es máxima y la inteligencia de los mismos es mínima. Todo es un puro derroche de lujo y esplendor, y los cortesanos participantes se entregan con entusiasmo a los más decadentes y agotadores placeres. Todos merecen ser esterilizados, pero como son personajes de ópera la cosa no es tan sangrante, porque a ver dónde se ha visto un personaje de ópera al que no quisiéramos estrangular por una u otra razón. Bien, pues en la mencionada fiesta no se salvaría ni uno, empezando por el anfitrión, el duque. Para empezar, es tenor, lo que ya es señal de alarma: todo el mundo sabe que no hay uno bueno. Y éste es particularmente asesinable, porque resulta que lleva una doble vida: frente a sus cortesanos se comporta como un ser amoral y despreocupado, todo el día cantando cabalettas a cuál más desagradable y proclamando sin cesar su gusto por los siete pecados capitales, que afirma practicar sin descanso. En realidad se trata del típico caso de sobrecompensación psicológica, ya que el duquesito en realidad lo que es es un meapilas de concurso, y se pasaría el día de capillita en capillita, rezando rosarios, triduos y novenas sin parar y proclamando sin cesar el evangelio, la castidad y el apocalipsis, conceptos por cierto que confunde con cierta frecuencia. Pero como en Mantua la religiosidad está súper pasada de moda, el duque, que quiere seguir siendo duque por encima de todo (y de todos, ya de paso), sobrecompensa como un enloquecido con esa vida disoluta de pecado que a la vez le llena de remordimientos que le impulsan a cometer nuevos y más execrables excesos, y así hasta el hartazgo, lo que en el mundo operístico equivale a unas cinco horas y media. Lo dicho, un cuadro.


El duque, sobrecompensadísimo.

Y el cuadro comienza con el duque contándole a uno de los cortesanos que desde hace tres meses va a diario a la iglesia porque ha descubierto a una joven con toda la pinta de ser una huerfanita de rizados y rubios cabellos, y quiere corromperla y que acabe participando en realities y tertulias televisivas de actualidad política. Es todo mentira, claro, bueno, lo de la rubia no, la rubia existe, pero lo que el Duque quiere es convencerla de que como en clausura no se está en ningún sitio y conseguir que la bella moza profese en alguna siniestra orden de enloquecidas monjas lesbianas con madre abadesa gótica incorporada.  Esto no lo cuenta, claro, pero lo notamos. También notamos que en la fiesta ha entrado los condes de Ceprano, y lo notamos porque la condesa entra con un escote que enseña el ombligo, vamos que es una candidata ideal a ser convertida por el duque. El pobre duque se resigna a tener que someterse una vez más a las tiranías de la corrupta carne mortal, aunque interiormente se relame pensando en las brutales penitencias que se autoimpondrá para conseguir purificarse después. Vamos, que está como un choto. La Ceprana en cuestión no es que se haga precisamente la difícil, y el Ceprano, que con ese nombre ha nacido para ser cornudo, pues se lo toma fatal. Y se lo toma aún peor, porque además de que su mujer le muestre menos respeto que un futbolista al código de la circulación, tiene que aguantar las burlas del bufón de la corte, Rigoletto.

La Condesa de Ceprano y sus seis hermanitas huérfanas. 

La historia de Rigoletto es un puro drama, para variar. Es la historia de un muy bien parecido muchacho con un único sueño: triunfar como monologuista en los principales teatros de comedia del mundo. Y el chico lo intentó con todas sus fuerzas, sin desfallecer un instante. Pero el resultado fue que en los principales teatros de comedia del mundo, al lado de la puerta de artistas, se instalaran dos placas. Una dice: “Monologuistas mononeuronales no”, y la otra dice “La placa anterior es por ti, Rigoletto”. El pobre chiquillo tenía menos gracia que las actas de un congreso de dentistas, así que no le quedó otra que buscarse la vida como bufón en una corte de tercera como la de Mantua. Y como la gracia seguía sin encontrar el camino de su cerebro ni malditas ganas que tenía de buscarlo, se compró una joroba postiza y adoptó un estilo nihilista:  sus chistes eran horriblemente crueles, burlándose de todo bicho viviente, o cortesano viviente, que viene a ser lo mismo. En la corte no le aguanta ni su sombra, y todos están deseando encontrar una ocasión para vengarse de sus políticamente incorrectísimas burlas. Y la ocasión la pintan no calva, sino con una hermosa y rubia cabellera, en este caso: uno de los cortesanos, llamado Marullo ávido de venganza en plan coro de ópera ávido de venganza, ha descubierto que el bufón tiene un secreto: una amante que guarda en su casa como quien guarda provisiones para el invierno. Ceprano, que está hasta las rimas de su apellido de los cuernos que le pone el duque y de las burlas que le hace el bufón, propone vengarse y convoca en su casa a todos los nobles agraviados por Rigoletto, aunque luego se lo piensa mejor, y para no tener que alquilar el estadio del Mantua, decide restringir un poco la convocatoria a los que hayan sido insultados y humillados hasta lo más profundo de su noble ser. Como se da cuenta de que así tampoco van a ser menos de una multitud, al final convoca él personalmente a los que le da la gana, que para eso se toma la molestia de organizar la venganza.


Rigoletto, en traje de faena.
En estas andan cuando en la fiesta aparece Monterone, y si Ceprano tiene nombre de cornudo, qué les voy a contar del pobre Monterone, cuya hija ha sido deshonradísima y humilladísima, así en plan superlativo, por el malvadísimo duque meapilas sobrecompensante. El duque no tiene el cuerpo para bobadas, así que manda arrestar al anciano, y a él no se le ocurre nada mejor que lanzarles al duque y a Rigoletto una maldición tremenda, que deja a nuestro bufón verdaderamente preocupado. El resto de cortesanos le dicen a Monterone que es de muy mala educación interrumpir las fiestas elegantes con maldiciones que no vienen a cuento, y mientras los guardias se llevan al viejo a la más lóbrega mazmorra, cae el telón.

Una noche cualquiera en la corte de Mantua.

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