lunes, 24 de abril de 2017

Rigoletto - Acto III


El tercer acto de Rigoletto empieza, aunque no se lo crean ustedes, con personajes de ópera diciendo (bueno, cantando) insensateces, que es algo que jamás se ha visto en una ópera y provoca el más profundo de los estupores en cualquier persona de bien que (casi siempre por accidente y en contra de su voluntad) se vea expuesta a las andanzas del bufón y su saladísima chiquilla. Porque son ellos los que aparecen en escena manteniendo un diálogo de besugos o de soprano y barítono, valga la redundancia. Para resumirlo, la chica con nombre de banderilla sigue enamorada hasta las trancas del duque, y su papuchi (el de la chica, no el del duque) está hasta la chepa de la criaturita y quiere convencerla de que el duque es más malo que el sebo. Y para ello lleva a su hija nada menos que a la casa de Sparafucile, el emprendedor aquel al que habíamos visto en actos anteriores publicitándose para asesinatos y secuestros como quien anuncia que cuida niños por horas.
Y no, no piensen mal, no es que le vaya a pedir al emprendedor que se cargue a la niña, que nos quedamos sin ópera, lo que pasa es que Rigoletto ha notado así como por las vibraciones cósmicas que el duque está en casa de Sparafucile, y como sabe (también porque lo ha notado, que él es muy de notar cosas) que no ha ido allí precisamente para una tertulia literaria, pues quiere que Gilda vea al duque hacer (o cantar) alguna barbaridad de esas que hacen los duques tenores, con la esperanza de que la nena reaccione y se busque un buen industrial de Tarrasa y se deje de ducados por muy sin nicotina que sean. 


Rigoletto y Gilda, justo antes de salir a escena.


Gilda, que no sale del camerino sin meter en el bolso dos órdenes de alejamiento sin firmar, una con el nombre de su padre y otra con el del duque, se niega a creer lo que su padrecito le dice, cómo que su duque va a estar por ahí cantando cabalettas, tangos ni fados, pues menudo es su duque, todo aplomo y encanto. Como el destino es un bellaco, la pobre se horroriza toda cuando escucha a su duque del alma cantando La donna è mobile, que ya es cantar cosas terroríficas. Gilda está estupefacta porque la pegadiza melodía la ha dejado completamente descolocada y porque ha escuchado que la hermana de Sparafucile, que es con quien está el duque, se llama Maddalena. Y dos mujeres con nombre de comestible en la misma ópera no pueden ser simplemente una casualidad, así que por un momento fantasea con montar una empresa con la otra y abrir un gastropub en un decorado que ha quedado libre, y así emanciparse de su jorobadísimo padre, que la tiene hasta el occipital con sus bufonadas. Incluso se le ocurre un nombre perfecto para el local, “Gildalena, bollería de la buena”. Pero como ha leído en el último número de “Franquicias absurdas del romanticismo italiano” que el rollo foodie está perdiendo fuelle porque las modernas de la época han dejado de ir a gastropubs, gastrobares y gastrofantasías moriscas para canto y piano, pues se recompone y se dedica a desesperarse modelo heroína de ópera italiana por lo malo malísimo que le ha salido el duque. Y todo esto, prácticamente en cinco minutos, para que digan que la vida actual es estresante, que se lo cuenten a los personajes de según qué óperas de según qué país de según qué siglo XIX. Un sinvivir. 

 
Sparafucile con las asistentes a su taller para jóvenes emprendedoras.




A todo esto, el duque, cuyo tránsito de la Gilda a la Maddalena podría ser considerado una elipsis gastronómica digna de las películas más incomprensibles de un Stanley Kubrik, por decir algo, se dedica de lleno a su nueva y autoasumida misión, que es la de salvar a la pero que muy pecadora hermanita, pero sin que se le note que la salva y parezca que la pierde aún más, porque ya hemos tratado en profundidad la cosa ésa que el bueno del duque tiene en lo que los tenores tengan en vez de cerebro. La pobre muchacha no se aclara, porque el duque le habla alternativamente de conventos y de orgías, elementos que ella no tendría problema en combinar, pero no exactamente en el orden en el que el otro se los propone. Y si Maddalena, que es lo que diríamos una profesional, está hecha un lío, imagínense lo que está pensando Gilda, que lo está oyendo todo porque su padre, que no es poco morboso ni nada, la ha dejado allí para que se cosque de todos los detalles, así en plan fino. Total, que el duque seduciendo barra salvando a Maddalena, Maddalena que no se aclara, Gilda que está hecha una hidra, y Rigoletto que el pobre es así de nacimiento, pues lo más normal del mundo es ponerse a cantar un cuarteto, a ver quién no ha cantado un cuarteto en una situación semejante. Y además les sale bastante mono y todo, fíjense lo que es el dramatismo y la cosa escénica. 


El duque, trabajándose a Maddalena.




Después de los aplausos, Gilda le dice a Rigoletto lo desengañada que está de los hombres en general, y en cuanto empieza a poner los ojos en blanco hablando de las anatómicas generosidades de Maddalena, el bufón la manda a casa de un agudo bien dado y se queda para decirle a Sparafucile que se ha decidido por el menú degustación con asesinato incluido, que le sale muy bien de precio. Y como su sed de venganza no conoce límites, se empeña en volver para tirar él mismo el cadáver del duque al río, por mucho que el amable asesino le insista que tal servicio está incluido en el precio, así que quedan para más tarde.



Mientras tanto resulta que Maddalena tiene un corazón que no le cabe en el pecho, y créanme que eso es mucho decir. A la muy simple le da así como penita matar al duque, que por muy aborrecible que sea, no deja de ser un pimpollo reventón. Pero su hermano se pone en plan empresario serio y le dice que es si no se cargan al noble se arriesgan a recibir malas valoraciones en las redes sociales, y aunque ella le dice que en Mantua en el siglo XVI no hay redes ni para pescar boquerones, él se pone muy burro y dice que tiene el día de asesinar y que no le venga con mambos. Y en medio de este bonito intercambio de paridas aparece de nuevo Gilda, pero vestida de tío, que se ha liado la manta a la cabeza, se ha repensado lo de la bollería fina y viene dispuesta a desayunarse dos docenas de Maddalenas con su café con leche y todo. Pero entonces oye a los encantadores hermanitos y sus siniestros planes de cargarse a su duque, y todo el amor que sentía por él hasta hace exactamente cuatro minutos y medio le vuelve a florecer en un maremoto de sensualidad que hace estremecerse hasta a los del loggione, que esta noche están todos en el teatro porque el cuarto oscuro del antro más cercano está cerrado por desinfección durante los próximos cinco lustros. La pobre convulsiona, y más cuando oye cómo Maddalena le propone a su hermano que para salvar al duque, en vez de matarlo a él, maten a Rigoletto. Gilda, que pese a ser una soprano lírica no tiene malos sentimientos, no quiere que maten a ninguno de los dos, claro, menudo papelón quedarse sin padre o sin novio. Pero Sparafucile vuelve a ponerse en un plan empresario íntegro verdaderamente detestable, que pareciera que fuera a erradicar el hambre en el mundo de la ópera y no a matar a un duque. El caso es que dice que hay que matarlo y que ya vale, que este acto se está haciendo muy largo y él tiene muchas cosas que hacer. Maddalena se pone un poco arrabalera y le dice que con ese nombre que tiene lo raro es que no le den cuatro bofetadas en cuanto haga mutis por el foro, y al final él acaba cediendo y consiente en matar a cualquiera que aparezca por la casa antes de la medianoche y dar el cambiazo a Rigoletto. 


Maddalena y Sparafucile, hablando de ello.



Y claro, si lo que Gilda sentía antes era un tsunami de emociones encontradas, lo de ahora ya es la colisión del meteorito y la extinción de los dinosaurios, pero en tres por cuatro que queda más fino. La oportunidad de salvar a un amado que no lo merece mediante un sacrificio de proporciones cósmicas es demasiada tentación para una personaja de ópera italiana como la pobrecilla Gilda, conmovida hasta la faja-pantalón por el hecho de que una casquivana como Maddalena sea capaz de llorar por el duque, y luego se extraña la gente de que en la revolución francesa les diera por cortarles la cabeza a los nobles, con el mal que han dado toda la vida, por favor. Total, que se aproxima a la puerta del chiringuito y llama como solo puede llamar a una puerta alguien que sabe que va al encuentro de su destino, mucha gente en su puñetera vida conseguirá llamar a una puerta como llama a la puerta Gilda. Gilda, que, por cierto, ya hemos comentado que viene vestida de hombre sin que en el fondo hayamos llegado nunca a saber por qué, pero el caso es que le viene de perlas porque se hace pasar por un mendigo, porque claro, no va a llamar a la puerta preguntando si vive ahí el asesino, que es para una urgencia, que es lo que sería más lógico. Así que la moza entra en la casa para que la maten, no sin antes perdonar piadosamente a los asesinos, a su padre, al duque y a una compañera del internado que un día le dijo que la encontraba fea, gorda y mal vestida. A todos perdona Gilda en su postrera hora, ella es así, muy de perdonar en masa. Bueno, el caso es que la matan y la meten en un saco y se quedan en un silencio cargado de dramatismo. Pero de dramatismo del bueno, no se vayan a pensar ustedes cosas que no son. 

Gilda y Maddalena, hablando de gastronomía molecular.



Vuelve Rigoletto a escena, y cómo viene, madre mía. Por pura casualidad hay una espantosísima tormenta, así que ya se pueden imaginar al bufón, que viene para deshacerse del cadáver de su odiado duque, avanzar por la escena poniendo caras rarísimas y haciendo esparajismos para expresar adecuadamente todos sus sentimientos y emociones. Todos. A la vez. Piensen en ello. Pónganse en lo peor.

Llega a la puerta de la casa de los adorables hermanitos, y se la encuentra cerrada, lo que le da la oportunidad de descoyuntarse vivo para expresar adecuadamente toda la tormenta de emociones y contradictorios sentimientos que le consumen por dentro. Bueno, y por fuera, porque anda que no le gusta al bufón ponerse intenso para que se le note el sufrimiento, aquí las procesiones no van precisamente por dentro. El caso es que se desespera porque la puerta del decorado de la casa del asesino está cerrada, y digo yo que igual esperaba encontrársela abierta, en plan asesine sin llamar. Además, suenan las campanadas de la medianoche. Tormenta, medianoche, asesinatos, jorobados, chicas de vida alegre con gran corazón, chicas con nombre de aperitivo, no me digan que todavía no han reservado sus próximas vacaciones en un argumento de ópera porque es que no tienen ustedes corazón, vamos. 
 


Justo un momento antes de que un equipo de emergencias operísticas tenga que intervenir para atender a Rigoletto por que el caretto se le ha quedado atascado en una de sus grotescas muecas, finalmente Sparafucile abre la puerta y le entrega a nuestro deforme barítono un cadáver metido en un saco, que es la forma de reparto habitual en la empresa. Rigoletto, tras rellenar 2049587 encuestas de satisfacción, por fin cree que su venganza se ha consumado y que tiene entre sus manos el cadáver del duque. Y por cierto que empieza a lamentar no haber aceptado la oferta de Sparafucile de ayudarle a cargar con él hasta el río, porque no saben ustedes lo que pesa un cadáver. Bueno, espero que no lo sepan, pero si están ustedes leyendo esto ya me espero cualquier cosa. En fin, que a duras penas consigue llevar el fardo hasta la orilla del río, y cuando por fin está a punto de arrojarlo al mismo, escucha de fondo la voz del duque, y para más inri, cantando otra vez La donna è mobile, que también podía el duque cantar la jota de Villamoronta o algo de Shakira para desengrasar un poco, digo yo. Y hasta Rigoletto es capaz de razonar que si el duque está por ahí cantando arias de ópera no puede estar muerto y metido en el saco. Y el buen hombre no puede evitar preguntarse quién demonios está en el dichoso saco que le han dado, hagan ustedes mismos el chiste. El caso es que abre el dichoso saco, y solo distingue que es un cadáver, porque les recuerdo que es medianoche de la más oscura noche etc., y que no se ve un pimiento, menos mal que, oh providencia, un rayo corta el tenebroso cielo nocturno, y puede ver que la que está dentro no es ni más ni menos que su hija. Rigoletto se retuerce tanto que la cabeza del fémur se le sale y golpea a un espectador del segundo piso, curiosamente el único que no estaba mirando Instagram en ese momento.



Pero resulta que Gilda, pese a que la hayan apuñalado, ensacado y arrastrado, no está muerta. Y no solo está con vida, sino que está encantada de la misma, y le dice a su padre que esa noche se le ha abierto un mundo de posibilidades, que estar metida en un saco la relaja y que es lo mejor que le ha pasado, y que piensa dedicar su vida a explorar esa faceta de su personalidad y de su sexualidad, porque lo cierto es que todo el ajetreo la ha puesto bastante cachonda; vamos, que piensa montar una web dedicada al fetichismo de los sacos, y hacerse rica y famosa, y no sabe cómo no había descubierto antes algo tan maravilloso. Rigoletto está horrorizado, como es natural, y además tiene prisa porque sabe que esa noche tiene albóndigas para cenar, así que le da un bofetón a la niña, cierra el saco y lo tira al río, y para disimular se pone a dar berridos hablando de la maldición y la maldición y la maldición. Y con semejantes alaridos, no es que baje, es que el telón se desploma desde lo alto de la caja escénica, matando a quince o veinte espectadores de las primeras filas, sin que por suerte haya que lamentar ninguna desgracia personal. 

Rigoletto, desesperadito vivo.

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