miércoles, 15 de febrero de 2017

Rigoletto - Acto II

Para leer la primera escena del Acto I, pulsa aquí/ Para leer la segunda escena del Acto I, pulsa aquí.
El segundo acto empieza un rato después, en palacio, donde el duque está teniendo un ataque agudo de flashback. El noble tenor, cuya conexión con la realidad (la realidad operística, no se me asusten) nunca ha sido muy fuerte, se había puesto contentísimo porque había confundido flashback con playback y pensó (es un decir) que le venía un ratito de mover los labios sin tener que gastar su privilegiada voz, y para cuando se enteró de que era justo lo contrario, y que nos tenía que contar que Gilda había sido secuestrada, cosa que ya sabíamos, y lo que es más importante, por qué demonios lo sabe él, que se había ido justo antes del rapto, era demasiado tarde para echarse atrás. En resumidas cuentas, un tenor que se pasa un cuarto de hora contándonos algo que ya sabemos: si esto no es la esencia de la ópera, ya me dirán ustedes qué puñetas es la esencia de la ópera. 

Un duque, una epifanía



Bueno, pues resulta que, nada más irse, el duque se dio cuenta de que se había dejado en casa de Gilda y Rigoletto el abono de transporte que le cubre la ruta del decorado del palacio al decorado de la iglesia, y como ya había pagado el mes, pues al hombre le hacía duelo perderlo, así que volvió sobre sus pasos y se encontró la puerta abierta y la casa vacía, de manera que inmediatamente dedujo que habían secuestrado a la muchacha. La opción de que hubiera bajado un momento al mercadona a comprar mortadela para la cena ni se le pasó por las mientes a la criatura, y lo más gracioso es que en realidad eso era justamente lo que había pasado, y fue cuando la hacendosa chiquilla volvió de sus recados cuando pasó todo lo del rapto, ni tiempo le dio a la pobre de meter los embutidos en la nevera. Pero el duque es mucho duque, y nota como una vibración que le transmite lo del secuestro con pelos y señales. Total, que el chico está en un ay porque resulta que ama tiernamente a Gilda: pese a sus antecedentes de falso crapulismo y sincero meapilismo, la moza le ha llegado al corazón. Un tenor con corazón, las cosas que se ven en las óperas, virgen de la semicorchea.


Gilda, resistiendo con uñas y dientes.

El mozo berrea hasta que se queda a gusto, y en ese momento llegan los cortesanos en plan bobo, muertos de la risa porque han secuestrado a Gilda, que es que no se puede ser más ordinario, porque vamos, yo entiendo que a uno le entren ganas de secuestrar al noventa y siete por ciento de las sopranos del panorama lírico (para impedir que sigan dando alaridos, fundamentalmente), pero de ahí a sentirse orgulloso, pues como que se me antoja de mal gusto. Pero explíquenle esto a un coro de ópera italiana y siéntense a esperar que le entiendan, pobres bestezuelas. Así que aquí llegan, como quien va a la peña después de la verbena, en alegre camaradería, a contarle al duque lo bien que se lo pasan y lo mucho que desfasan. Nuevamente, como verán, la mismísima esencia de la ópera, y ya van dos en lo que va de acto, y aquí aún no ha pasado nada, échense a temblar.

Secuestradas con síndrome de Estocolmo.


Los cortesanos le cuentan que han raptado a la amante de Rigoletto, y aquí es necesario que hagamos un parón estilo ópera de Rossini (figuradamente, no huyan), para reflexionar en plan sesudo:
  1. El duque nos acaba de dejar prácticamente sordos contándonos cómo se ha enterado de que Gilda ha sido raptada.
  2. En el acto anterior ya vimos que el duque se enteraba de que Gilda era hija de Rigoletto cuando entraba a escondidas en su casa (en la de Rigoletto).
  3. Llegan los pánfilos de los cortesanos y le dicen que han secuestrado a la amante de Rigoletto en su casa (sí, sí, en la de Rigoletto, no me sean ustedes coristas).
Y, sin necesidad de crescendi del peor gusto, no podemos, es más, no debemos evitar preguntarnos:


  1. ¿Cómo es posible que el duque no sume inmediatamente dos y dos, o por no poner al pobrecillo tenor en apuros, simplemente se dé cuenta de que a la que han secuestrado es a su amada? Y, sobre todo:
  2. ¿Por qué, por qué, dios mío, por qué tiene que pasar todo el coro de los cortesanos para que las dos neuronas del duque conecten y se entere de lo que vale un peine de legítimo carey?
Cuántas monografías musicológicas dedicadas a tonterías sin la menor trascendencia, y ninguna a desvelar este misterio, qué mal repartido está el mundo, por favor.


Casting de sopranos para la escena del secuestro.



Por fin, después de consultar en google maps que las direcciones coinciden, el duque consigue generar actividad cerebral suficiente como para darse cuenta de que los cortesanos a la que han secuestrado es a su amorcito, y les pregunta dónde la han llevado. Y ellos, que no se cansan de pulverizar récords de idiocia, le cuentan que la han llevado a palacio, que es lo más normal del mundo, vamos, yo desde luego siempre que secuestro a alguien procuro esconderlo en la sede de la autoridad más cercana, no sea que tenga que andar diez pasos y me canse mucho. Al oír la noticia, el duque se inflama todo, de hecho se sabe de varios diseñadores de vestuario que han sufrido verdaderos ataques de pánico al intentar disimular la inflamación del duque, y sale corriendo hacia la alcoba que tienen habilitada en palacio para que todo el mundo esconda a sus secuestrados, a ver si se le ocurre alguna idea con la que desinflamarse del amor que le rebosa. Los cortesanos, que son los únicos en todo el teatro que no se han coscado del tema de la dichosa inflamación, se preguntan qué le pasará al duque para haber salido tan apresuradamente.


Los cortesanos, estupefactos ante la actidud del duque.


Aparece ahora Rigoletto, que viene dispuesto a todo, desde enterarse dónde está su desaparecido retoño y si aún tendrá intacto el honor y de paso el moño, que lo llevaba muy historiado y a la moda, hasta vengarse de los cortesanos por secuestrar a su niña, del duque por ser el duque y beneficiarse a su niña (eso él aún no lo sabe pero ya va preparando el terreno dramático), y del diseñador de la producción porque la joroba que le ha puesto es de silicona y le está haciendo sudar más que un finlandés en la provincia de Alicante, lo que le viene fenomenal para tres o cuatro estrofas que tiene pensado soltar con los brazos en jarras. Pero, en llegando a palacio, decide que lo mejor es disimular, así que tenemos veinte minutos de Rigoletto mirando a los cortesanos y los cortesanos mirando a Rigoletto. Rigoletto sabe que los cortesanos son los que han raptado a su hija, y sabe que ellos saben que él lo sabe, y ellos saben que Rigoletto sabe que son ellos los secuestradores y que saben que él lo sabe, pero nadie dice nada. Ya perdonarán que me entretenga en esta bobada, pero para una vez que un coro de ópera sabe algo no voy a pasar de puntillas sobre el hecho. En fin, que cuando el bufón está a punto de empezar con que si alguien ha raptado a alguien y que si alguien es un secuestrador, aparece un paje de la duquesa. Porque resulta que hay una duquesa, ya ven ustedes. Lo que viene siendo la mujer del duque, sí. La duquesa en este ducado pinta menos que la coherencia en un libreto de ópera, así que ni se molesta en aparecer y se comunica con el escenario a través de un intrincado sistema de pajes masculinos y femeninos, todo muy psicoanalítico y tal. El paje dice que la duquesa quiere ver al duque, y el coro se cachondea hasta el desmayo, pues todo el mundo sabe que hace varias temporadas líricas que el duque no ve a la duquesa ni ganas que tiene, así que entre carcajadas le dicen que el noble no está ahora mismo en disposición de atender las demandas de su cónyuge, con lo que Rigoletto, que también es muy de enterarse de las cosas por vibraciones místicas, se cosca inmediatamente de que Gilda está en el palacio y que el duque se la está beneficiando.


Rigoletto, un maestro en el arte del disimulo.


Y claro, la arma. Cómo se pone el bufón, ni imaginárselo pueden. Con decirles que del cabreo que lleva se pone a cantar, ya todo se lo digo. Y eso es lo que hace, cantar muy bonito pero muy enfadado, maldiciendo a los cortesanos, que se quedan un poco cortados al principio al saber que Gilda es la hija y no la amante, pero tampoco es que la noticia les provoque ningún shock emocional, vamos. Rigoletto gritta, Rigoletto llora, Rigoletto se desespera, Rigoletto pide clemencia, Rigoletto se pone un poquito pesado, y los cortesanos ya están empezando a pensar en irse a una fiesta elegante en la que no tengan que aguantar numeritos, cuando se abre la puerta de la alcoba y sale Gilda. Y, por un momento, vemos a Gilda caminando despacio, con la mirada un tanto soñadora y una dulce sonrisa en la carita de ángel, con la mano se acaricia suavemente la mejilla y entorna los ojos, vamos, que se lo ha pasado pipa, pero claro, en cuanto vuelve un poco el arrebolado rostro y ve a su padre tiene que cambiar el personaje y hacerse la agraviada y la desventurada y la descarriada y la ofendida, parecen cuatro sopranos en vez de una de tantísimos sentimientos como dice tener. Se arroja en brazos de su padre y le cuenta con pelos y señales toda la historia del estudiante al que había conocido en la iglesia, y como está en plan sincero le cuenta, además, que la iglesia es la episcopaliana, para disgusto de su padre, que es adventista de toda la vida, pero está Rigoletto ahora para cabrearse por sutiles enfoques evangélicos, cuando lo que quiere es cargarse a medio Mantua para vengarse de la horrorosa afrenta a su honor que el duque le ha infligido. La chica le dice que intente perdonar, que todo es mucho más bonito con el perdón, y que el perdón para arriba y para abajo, y su padre le pregunta que qué le enseñaron en la escuela para personajes de ópera, que la primera lección es que de perdón nada de nada, y que venganza, venganza y venganza. Gilda se da cuenta de que lo lleva claro, pues es evidente que su padre no va a parar hasta vengarse del duque, y a ella el duque le gusta, como se nota que no le ha hecho una escenita con sobreagudos, así cualquiera. Y, mientras Gilda nos confiesa que pese a todo sigue amando al duque, y justo antes de que empiece con los detalles más simpáticos del encuentro carnal que con él ha mantenido, cae apresuradamente el telón. 

Gilda, decidiendo entre el deber y el placer.

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